Se alojan muchas vidas y cuidados en los ritmos de la descomposición

Por: Daniela Mendoza Tijerino

Fecha de publicación: Enero 20, 2025


Ayotales

Doña Juana [1] compartió conmigo semillas de un ayotal que creció atrás de su casa. Ella tiraba residuos orgánicos de la cocina en el predio terroso y poco a poco brotaron las hojas del ayote y sus zarcillos, esos bracitos verdes, largos y encolochados que las plantas trepadoras utilizan para sujetarse a distintas superficies. En cuestión de semanas variedades de ayotes emergieron en el terreno, poblándolo de formas, colores y tamaños diversos. Los cincuenta metros cuadrados de propiedad privada no impidieron a los ayotes habitar y traspasar las fronteras designadas. Personas del vecindario llegaban a cortar los frutos y doña Juana guardaba una cantidad para la Gritería, una festividad católica nicaragüense en honor a la Virgen María que se celebra a finales del año, donde la gente va de casa en casa cantando canciones, gritando “¿quién causa tanta alegría?” y respondiendo “la Concepción de María” frente a altares, para luego recibir cajetas, arroz, frijoles, nacatamales, panas u otros utensilios y alimentos. Así, los frutos guardados se transformaban en ayote en miel que degustaban las personas que llegaban a “gritar” a la casa de doña Juana. 

Los ayotes me han intrigado desde pequeña. Los veía en viajes familiares cuando pasábamos al lado de campos, esparcidos junto a plantaciones de maíz, arroz, frijoles, quequisques. Los miraba también mientras caminaba por la calle al lado de cauces urbanos rocosos y sucios. Parecían crecer donde quisieran, mostrando sus grandes hojas verdes con venas blancas y sus flores amarillas. Por eso, cuando doña Juana me compartió semillas del ayotal no dudé que iban a crecer en mi casa y que pronto yo también podría cocinar ayotes en miel, ayotes en sopa, ayotes guisados o cualquier ayote-receta que se me ocurriera. Vi con orgullo los primeros brotes, las hojitas como caracol desenrollándose y los zarcillos buscando arraigo para encolocharse. Cada mañana me emocionaba al ver cómo se esparcían por el suelo e imaginaba qué otros cultivos del patio les harían buena compañía.  

Semanas después, se acercaron unos hongos blancos al tallo rastrero del ayote. Noté que a las hojas le salieron pecas amarillas que luego crecieron y se tornaron naranja y marrón, marchitándose. Sospeché que al hongo le gustaba la humedad ofrecida por el nuevo microsistema entonces disminuí los riegos para que su presencia no desplazara totalmente la del ayote. Corté las hojas con pecas amarillas pero seguían asomándose otras. Observé al ayotal encogerse cada día y sentí que me encogía yo también. Doña Juana me había confiado esas semillas pero los ayotes no crecieron en la tierra que les preparé. Ya había intentado cuidar otras plantas que murieron con prontitud. Esta no era la primera vez. Pero existen ciertos vínculos que al perderlos duelen diferente. A veces también despiertan vergüenza y culpa. 

Doña Juana arrojó residuos de ayote, cebolla, tomate, chiltoma, y el ayotal emergió atrás de su casa sin pelearse con los hongos blancos. Los ayotes de los cauces parecían reírse de mí mientras caminaba por las calles. “Lo que asumís que es cuido, no siempre va a ser recibido como cuido”, me decían. Necesitaba escuchar un poco más. 

Pila de composta

Los ritmos que notaba ahora eran los de la descomposición. El ayotal ya no se esparcía, las hojas ya no se desenrollaban, los zarcillos ya no buscaban arraigo para encolocharse, sino que se blandecían y eran acogidos por la tierra una vez más. Un proceso hermoso y tenebroso. 

Preferí descansar de nuevas siembras. Que siguiera creciendo lo que ya estaba: los chagüites, los cocos, los marañones, los mangos e icacos, que convivían sin problema con los hongos blancos y que encontraban hogar en la tierra del patio desde hace varios años. Me acerqué, entonces, al proceso que abrazó al ayotal e inicié una composta.

La técnica que empecé a practicar fue la pila de composta. Para construirla, aflojo un poco la tierra, integro ramas y hojas secas, luego cáscaras de frutos y hojas verdes, después tierra, con momentos de riego para compartir humedad y calor entre las capas. Cada cierto tiempo remuevo la composta y así entra más respiración para diversos microorganismos que dan continuidad al proceso de descomposición. Después de dos semanas volteo la composta y así, las capas que están más arriba ocupan el lugar contrario para recibir más calor y humedad. 

Al voltearla, siento su textura y su olor fresquitos. Aprovecho para observar a lombrices, milpiés, hormigas, arañas y hongos que atraviesan este pequeño-gran territorio. Se alimentan de las capas y las digieren, posibilitando que hojas, cáscaras o ramas que antes eran muy grandes, se vuelvan más pequeñitas y puedan ser integradas a la tierra para luego ser asimiladas por plantas y animales. Mientras siento la composta entiendo que el ayotal que una vez habitó en este patio se encuentra integrado en ciclos que dan continuidad a su existencia desde otras formas.

Se alojan muchas vidas y cuidados en los ritmos de la descomposición. Este proceso ocurre todo el tiempo. Ocurría con los residuos que abonaban el predio terroso detrás de la casa de doña Juana y con los ayotes ancianos que dieron fruto en los cauces. La pila de composta es solo una manera de contribuir al proceso. Si no existiera este ciclo, las hojas, los zarcillos y raíces marchitos del ayotal seguirían en el patio. Habría montañas formadas por restos de cebolla, tomate, chiltoma, cáscaras de huevo y cuerpos multiespecie que tendríamos que esquivar mientras caminamos. Pero no es así. O al menos no debería serlo en un sistema sostenible. Yayo Herrero menciona que los ecosistemas tienen memoria. “Reside en los ciclos que regulan el clima o el agua, en los fósiles, en las semillas, las esporas, los huevos de insecto y las bacterias, en el relieve y en los suelos o en la composición y estructura de comunidades vivas.” (2021: 81). Pero, ¿qué pasa si estos ciclos se interrumpen? 

Yásnaya Elena A. Gil (2022) cuenta sobre estos cambios ecosistémicos desde la milpa, que describe como un sistema agrícola complejo practicado en Mesoamérica donde el ayote, acompañado del maíz, el frijol, el chile, los tomatillos, el amaranto y una gran diversidad de plantas no cultivadas (quelites) tienen lugar y crecen en interconexión. Menciona que la milpa contiene simbolismos y rituales asociados a su ciclo. Contiene también la tradición culinaria para cocinar lo que se cosecha de ella, el conocimiento del clima y del paso de las estaciones. Por milenios, en la práctica de poblaciones mesoamericanas, este sistema ha hecho posible y se ha basado en la diversidad. Yásnaya contrasta la milpa con la lógica de la agroindustria capitalista que ha privilegiado el monocultivo para conseguir mayor producción en un tiempo reducido. De este modo, se desplaza la milpa por campos de maíz transgénico fertilizados químicamente en donde los herbicidas combaten cualquier asomo de quelites

En la descomposición camina el ciclo del nitrógeno. En un momento de este ciclo, cuando las plantas y animales mueren, distintos microorganismos absorben y descomponen el nitrógeno para que pueda ser asimilado por otras plantas que luego serán alimento de otros seres. Este nutriente (junto a otros como el fósforo y el potasio) es de los principales ingredientes en los fertilizantes que se utilizan en la agricultura (Valero et al., 2021). Si bien se encuentra naturalmente en el suelo, la demanda de alimentos que existe en el sistema dominante actual supera la cantidad de nitrógeno disponible y se recurre a fertilizantes diseñados por humanos para aumentarlo en un tiempo reducido (Valero et al., 2021). El exceso de estos fertilizantes, que no llega a ser completamente asimilado por las plantas, se escurre hasta los océanos y altera el ciclo del nitrógeno (Richardson et al., 2023). 

Por mucho tiempo, los nutrientes que ya estaban en el suelo conviviendo con las plantas eran suficientes para producir alimentos (en varios lugares lo sigue siendo). La energía del sol moviliza los ciclos del nitrógeno, del carbono, del agua y estimula la clorofila de las plantas (Valero et al., 2021). De este modo, el sol es una fuente de energía inmensa que mueve ciclos que posibilitan nuestra existencia como humanos y la de otros seres. Pero para sostener las actividades de la agroindustria dominante y sus infraestructuras se requieren no solo fertilizantes abundantes en nitrógeno, fósforo y potasio. Sino que se necesita acelerar procesos, alterar ciclos y conseguir energía de fuentes más concentradas que el sol, como los combustibles fósiles que se han formado durante millones de años a partir de la descomposición de organismos (Valero et al., 2021). Procesos que llevaron tiempos pausados se consumen de forma acelerada. 

Doña Juana tiró residuos de cocina atrás de su casa y emergió un ayotal que abrió posibilidades de encuentro, compartir y alimentación durante la Gritería. Un ayotal que convivió con lombrices, milpiés, hormigas, arañas y hongos encargados de descomponer las cáscaras de ayote, cebolla, tomate y chiltoma que cobijaron las semillas coladas en el camino. Un ayotal abrazado por la energía del sol y los ciclos movilizados.

La agroindustria capitalista rechaza las posibilidades del sol y extrae con rapidez los cuerpos concentrados de organismos transformados por millones de años junto al barro, el calor y los lechos marinos. Todo esto para que frutos cultivados en un territorio sean emplasticados y los consumamos personas a miles de kilómetros de distancia, desconectadas de las sendas caminadas para que éste arribe a nuestras bocas. ¿Qué tan posible es que los ciclos de la vida que hemos conocido puedan responder a ritmos tan apresurados? Las panzas de las lombrices, los milpiés, las hormigas y los hongos no pueden digerir con tanta prisa. ¿Qué implica esto para los residuos de tanta producción? ¿Qué implica esto para territorios que han vivido tanta extracción y para los materiales que se dispersan? ¿Qué deseos individuales se anteponen a necesidades colectivas en estos procesos?

Los ciclos pueden transformarse. Lo han hecho durante distintos periodos geológicos de la tierra. Las preguntas que siguen emergiendo en mí buscan profundizar en tramas que posibilitan vidas y muertes dignas. Me pregunto también por las prácticas que movilizan violencias, homogeneizaciones y anulaciones, y que, a su vez, están acelerando transformaciones que suelen ocurrir en tiempos mucho más lentos. 

Flores nativas

-Se alojan muchas vidas y cuidados en los ritmos de la descomposición-

Las capas de la composta me hablan de respiros, rocíos, calor, movimientos y pausas. Camino más lento para recoger hojas y troncos caídos del patio. Los montes ya no son solo montes para miradas más calmas. Distingo hierbas de toro, golondrinas, agracejos rastreros, cadillo de bolsa. No las sembraron manos humanas. Quizás las sembraron patas de abeja, de mariposa o murciélago. Me recuerdan a los ayotes de los cauces.  Podamos el patio pero siguen creciendo. 

Doña Juana tiró residuos de cocina atrás de su casa y emergió un ayotal que abrió posibilidades de encuentro, compartir y alimentación durante la Gritería. Abrió esas posibilidades algunos años hasta que construyeron una casa en lo que antes fue un predio.

Junto a las hierbas del toro, las golondrinas, los agracejos rastreros y los cadillo de bolsa crece un nuevo ayotal. Las semillas me las regaló un primo. Las sacó de un ayote que le vendió un señor en uno de esos puestos de frutas que hay en las carreteras. Veo las hojitas como caracol desenrollándose y los zarcillos buscando arraigo para encolocharse en tallos de jengibres, oréganos y quequisques cercanos. No sé si el hongo blanco que reposa pecas amarillas en las hojas está presente en la tierra donde descansa este ayotal. Tal vez el olor de las plantas vecinas no le gusta mucho. O tal vez consiguió alimento en los nutrientes de la composta. 

Las preguntas que siguen emergiendo en mí buscan profundizar en tramas que posibilitan vidas y muertes dignas. 


Referencias


Notas

[1] Doña Juana es un seudónimo de una persona querida.


Daniela Mendoza Tijerino: Psicóloga, investigadora, violinista y máster en Humanidades Ecológicas. Me interesan los diálogos y conflictos entre procesos personales y grupales, así como las exploraciones que involucran escuchas empáticas hacia nuestros cuerpos. Confío en la imaginación como fuerza creativa que contribuye en las transformaciones colectivas. Por ahora mi atención está en las comprensiones sobre ecología, crisis ecosocial y sus vínculos con las memorias.


Para citar: Mendoza Tijerino, Daniela. “Se alojan muchas vidas y cuidados en los ritmos de la descomposición” Signatura, vol. 4.2, enero 20, 2025 URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/012025-v4-mendoza-vidas-descomposicion

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