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Por: Ernesto Semán

Fecha de publicación: Diciembre 4, 2023.

Knepp Timothy, U.S. Fish and Wildlife Service, 2018. Salmon coho.


Para Mario Wainfeld

I.

Ella dice que es agua,

que el otro día soñó con hombres gigantes bajando por arroyos 

en canoas con forma de féretros, 

que se precipitaban a un estuario azul. 

“¿Se quedaban flotando en el estuario?”

Es un sueño, me respondió, como si por eso no importara el destino de los hombres gigantes. 

“¿Caían todo el tiempo desde el agua de los arroyos?”

Es un sueño. Caían todo el tiempo hasta que me desperté, después no sé. 

No sabía si seguían cayendo después de que el sueño hubiera terminado.

Ni si el estuario se llenaba de cadáveres. Ni si los cadáveres estaban vivos.

Ni si era un espacio delimitado, no demasiado grande, como para que pudiera verse la costa al otro lado.

Caminábamos arrastrando los pies por el pasto húmedo, con la acequia a la derecha y la calle al otro lado. Ella dice algo de la Morada del Señor Kintuante, que la morada no está acá, que es en la Patagonia al otro lado de la cordillera. Pero que también está en todos lados, algo que yo no entiendo, porque sigo con la mirada fija en sus dedos húmedos, en la cara tan seria.

Ella dice que es agua, que la forma del estuario cambia de acuerdo al lugar desde donde se lo mire. Y que al final hay un río gigante, infinito, sin costas, que no vemos nunca. 

Yo le digo que eso pasa en los sueños con cualquier materia. El agua y el fuego, pero también la tierra, nosotros.

Ella dice que eso pasa en el agua, que ella es agua.

En la pequeñísima barraca que baja a la acequia crecen dientes de león amontonados en pequeños grupos a distancia prudente de las subidas. Le digo que se pueden comer. “¿Es necesario? ¿Eso también?”. Dice que hay suficiente en las tiendas de alimentos, cuánto más queremos probar, tragar. “¿Cuánto más queremos conocer?”, dice.

Más allá, a contracorriente del agua que nos sigue, se huele el río, oculto en su propia historia. ¿Cuánto tiempo lleva?

Ahí hay un estuario sin forma, poblado de hombres gigantes encajonados, bajando como camalotes con la corriente.

II.

Arte de pesca: Red agallera, lance sobre cauce principal del Río Paraná

Sexo: Hembra grávida

Peso: 11,760 kg

LT: 104,3 cm

LS: 84,6 cm.

Oncorhynchus tshawytscha (Wallbaum, 1792)

“S”, Oncorhynchys tshawytscha, murió el 15 de noviembre de 2022 en Arroyo Seco. La temperatura promedio del Paraná en esa zona llegó a los 23.8 grados. Por esos días había vuelto la lluvia y el río recuperaba su caudal y los productores y los agentes turísticos se ilusionaban con la temporada, con el alivio tras un sequía prolongada. “S”, Oncorhynchys tshawytscha, llegaba imponente y desahuciada. Las aguas hervían en sus escamas plateadas y su cuerpo exhausto. Se movía en una nube de arcilla y barro, conocía en esos últimos días un paisaje extraño, mortalmente vital. Llegaría a su fin en un terreno que no le sería familiar. Ese día, la temperatura en Arroyo Seco llegó a los 30 grados y los pescadores salían con sus balsas temprano desde la isla, remontando el cauce principal en una búsqueda improbable de su origen y su final.

La Historia de “S”

Salmón Chinook: Oncorhynchus tshawytscha

Lugar de captura: Arroyo Seco

Fecha de captura: 15/11/2022

Procesamiento de muestras:
-Contenido estomacal y gónadas: en formol: SI (INALI)

-Escamas: en sobre de papel (para UBA): SI

-Músculo: alcohol y congelado: SI (INALI)

-Aleta alcohol: SI (Lab. Acuario)

-Cabeza seccionada y congelada entera para extraer otolitos (INALI y Secretaría de Pesca, Sta. Fe): SI

(de la ficha de captura, Secretaría de Pesca, Sta. Fe.)

Emiliano sacó a S junto a otro salmón cuando llevaba dos horas en el río. Se tomó un par de fotos, avisó a la Secretaría de Pesca y lo vendió por una cifra importante en una pescadería de Arroyo Seco. S no es del Paraná, donde la temperatura es más del doble de la que necesita, donde el agua no es transparente como la que prefiere, donde no encontrará los orígenes que está buscando. Emiliano sale a pescar todas las mañanas y asoma su canoa varios metros afuera de la costa. No sabe cómo hizo S para estar ahí, aunque algo intuye. 
El salmón Chinook nace en el río. Al año deja atrás el agua dulce y sale al mar. Recorre miles y miles de kilómetros en agua salada y en algún momento descomunal, luego de tres o cuatro años, acumula alimentos, grasas y energías para emprender un retorno al cauce de agua dulce original. Un tiempo después llega a contracorriente, exhausto y desnutrido, decimado y  descolorido, con pedazos de su propia carne desflecados por el agua, al mismo lugar en el que fue desovado por su madre, para desovar y morir. Pero S no nació en el Paraná, es decir que no vuelve sino que trata de volver. En el Paraná no hay salmones. El río es otro. S no existe. No nació ahí, no desovó para morir ahí, no está ahí. Algún otro río lo está esperando, perplejo por su ausencia. Tampoco está en ese río, es una búsqueda. No está ni muerto ni vivo, es una incógnita. 

Una historia de S sólo podría entenderse si la pasamos al revés. Un salmón es una canción de los Beatles que nos revela en reversa su último secreto. ¿Cómo hacen los salmones para volver desde miles de kilómetros mar adentro al mismísimo lugar en el río en el que nacieron? ¿Y por qué? “Por instinto” es la respuesta automática (digamos, instintiva) que damos para todo lo que no entendemos de la naturaleza, un ataque preventivo contra cualquier posibilidad de admitir que ciertas dimensiones de la vida emocional no son propiedad de la especie humana. Regresan olfateando el camino. Regresan orientados por el campo magnético debajo de ellos.

¿Por qué regresar al punto de partida? Ir a morir allí donde empezamos a nacer. Río arriba, contra corriente, buscar la muerte en el origen para que haya más vida. Vital. “En el hijo se puede volver/nuevo”, dice la zamba. Los osos esperan ese retorno apostados en las rías bajas, más pacientes que acechando. Los salmones no huyen, más bien vuelven, saltan y dejan su cuerpo expuesto a la garra enorme del cazador.

Sólo que “S” no vuelve a ningún lado, S nunca estuvo en el Paraná, en Santa Fe no hay osos, ni estuarios de agua fría y transparente. 

Una historia de S empezaría en un laboratorio en París a fines de 2023, un año después de su muerte, donde un grupo de biólogos cortan su otolito con un rayo láser. El otolito, cuerpo calcáreo del oído interno de los peces, les revela ahí, lejana, la vida de S, como el corte de un tronco revela la vida de un árbol. Muestra el nacimiento de S al costado de un río patagónico, su salida al mar, su intento de volver a un río que cambió, y el peregrinaje hacia el norte, subiendo la costa argentina, buscando un río y otro, encontrando ciudades y represas, volviendo a empezar, nadando hacia los ríos cálidos y marrones. 

El Paraná es un mundo nuevo, justo cuando S buscaba texturas conocidas, memorias. Ahí hay un mundo de recién llegados. Los cargueros acumulan agua de lastre en sus viajes, succionando peces de todos los océanos y liberándolos en aguas dulces, contra la ley y el sentido común. El Paraná es el hogar improbable y precario de peces transportados desde el Adriático, desde el Oriente. Peces perdidos que se reencuentran, matan y mueren, que el río arrastra. S encuentra peces que jamás ha visto, reconoce en otros la extrañeza propia, el tráfico de cargueros y las balsas minúsculas entrometidas, los afluentes. Descubre el aroma acre del agua de los humedales, arrastrando bosta de ganado y herbicidas de las costas cada vez más arrinconadas. Hay sonidos cálidos, los de una siesta en los meses previos al verano, los de las plantas resucitando tras la sequía. Pero S no quiere descubrir, conocer. Quiere morir, necesita morir.

El análisis genético revela que los ancestros de S llegaron al río de Santa Cruz provenientes de Curaco de Vélez en Chiloé, otro lugar sin osos, donde un señor llamado Ricardo Rodríguez tiró al océano dos millones de alevines con la esperanza de que un 1 por ciento retornara a la costa como salmón. O salieron de una de las jaulas abiertas que el mismo Ricardo Rodríguez trajo de Bergen, Noruega, y llenó con alevines criados de huevos provenientes del Estado de Washington, Estados Unidos, desde donde Jon Lindbergh, el hijo del aviador, los despachó a Chile convertido en un Dios creador.

Así es imposible para S saber de dónde viene. Quizás volver es volver al hogar, a nuestros padres, pero los padres de S no nacieron en un río sino en una granja de acuicultura donde S no era S y los padres no eran los padres sino todos biomasa. El ratio de aglomeración en una jaula abierta de salmones maduros también es una cifra abominable.

En Curaco De Vélez, las botas de Augusto Pinochet caminan bordeando el tinglado de madera que permite llegar a cada una de las jaulas. En una foto de grano grueso de un diario local se lo puede ver al centro de una comitiva, con Rodríguez a un costado y los peces saltando detrás. Esto ocurrió en 1978, siete u ocho generaciones antes de la llegada de S.

III.

Hace poco fuimos con Clarita a Rosario. Desde una barraca apenas elevada, vio por primera vez el Paraná. Abajo estaba la orilla, llena de juncos, pasto y troncos humedecidos, donde el río perdía fuerza, engañaba. Clarita lo vio marrón, caudaloso y agitado, vio la isla enfrente, misteriosa, imperfecta, interminable al otro lado, más un enigma que simplemente la otra orilla. Vio un carguero de cientos de metros de largo, en una marcha inconmovible, avanzando robusto, repleto de granos, atravesando sin inmutarse la bravura y el vendaval, camino al mar. Se quedó firme frente al río, como no se quedan los niños de 10 años. 

 “¿Acá tiraron al abuelo Elías?” 

Dije que no. 

Lo dije con una seguridad aparente, infundada. Pero me quedé pensando en si quizás otras plantas o peces habrán tomado algo de su carácter, o de su sentido del humor, su cuerpo inquebrantable. ¿Sábalos? ¿Pacúes? ¿Cuál de los dos tutela el fondo del río? Habrá habido algún Pacú rastreando lo profundo, sorprendiéndose ante las telas y las sogas y la carne, y esa piel aceitunada ahora destrozada. Tanto río más tarde quizás haya sabido S de la caída de un cuerpo desde el cielo, en ese paisaje extraño que será su propio final. No sabemos si lo intuyó.

Me quedé pensando en cómo se vería el río desde un cuerpo arrojado vivo desde un avión, martirizado hasta el final. Comienzo de algo que nunca nos perteneció y que nunca terminó, acercándose a él quizás con terror pero también con calma. El río como final y alivio. 

Y ahí debajo, oculto en su caudal marrón, un mundo de vida esperándote, esperándonos.


Ernesto Semán es escritor y profesor de historia en la Universidad de Bergen. Su último libro es Breve historia del antipopulismo (Buenos Aires, SigloXXI). Actualmente trabaja sobre historia social y ambiental de la salmonicultura. Vive en Noruega con su mujer, su hija, y su perro Pelusa.


Para citar: Semán, Ernesto. “Volver.” Signatura, vol. 2, Diciembre 4, 2023, URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/120423-v2-seman

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