Rodolfo Walsh en el humedal: narrar un territorio anfibio. 

Por: Mónica Bernabé & Eduardo Bodiño

Fecha de publicación: Julio 15, 2024.


Amphibīus: voz griega. Refiere a los animales que pueden vivir una doble vida, acuática y terrestre. Amphibia, su forma neutra, orienta hacia el campo semántico alrededor del cual giran las humanidades ambientales (alrededor, voz de raíz indoeuropea, también es palabra anfibia). Así va surgiendo un breve diccionario anfibio. De amphi (de uno y otro lado) derivan anfibología, ambigua, ambiente, ambivalente. De bios, biografía, biología, simbiosis, microbio, todas ellas vinculadas con la vida y lo vital. 


Una literatura anfibia, dice Silviano Santiago, es aquella que posee una doble vida moviéndose entre la estética y la política. Si bien se refiere a la literatura brasileña del siglo XX, la condición anfibia puede extenderse al resto de las literaturas de América Latina. Silviano describe la condición ambigua de nuestras literaturas apelando a la metáfora del río, un gran río subterráneo que arrastra enormes masas de materia heterogénea. Para quienes habitamos a las orillas del río Paraná, la figuración fluvial tiene una enorme potencia. Abre la posibilidad de enlazar la vasta tradición literaria y artística gestada alrededor de la cuenca hídrica del Río de la Plata con un territorio paradojal, sujeto a las circunstancias de sus ríos, sus riberas, sus islas y sus esteros, atravesados por múltiples ensamblajes entre humanos y no humanos que cuestionan la separación entre naturaleza y cultura. 

Frente a la violencia sistemática ejercida sobre su ecología a través de la implantación de políticas extractivistas, fuente evidente de tanto malestar físico y psíquico, repetimos la pregunta que formula Jens Andermann desde su Tierras en trance: “¿puede la literatura promover un saber ver, tocar, oír, oler que nos ayude a salir de la posición del sujeto soberano frente al mundo-objeto?”. Una perspectiva anfibia, entonces, vendría a desestabilizar el campo de la crítica literaria con preguntas capaces de abordar la contradicción existente entre, por un lado, una noción de literatura gestada desde una perspectiva antropocéntrica y eurocéntrica del mundo y, por otro, una nueva forma de entender lo literario a partir de la imaginación de un mundo más que humano habitado por una comunidad de seres multiespecie interactuando en un flujo vital sin jerarquías. ¿Podremos abrirnos a una cosmopolítica que considere a los ríos como actantes políticos y también, por qué no, como agentes estéticos? 

En esta crucial coyuntura resulta imprescindible volver a leer nuestro pasado literario para indagar sobre cómo algunos de nuestros clásicos han articulado las relaciones entre humanos y no humanos y, en algunos casos, han encontrado respuestas potentes para pensar en otras formas de vida y, en ocasiones, mostrar el modo en que las cosas adquieren cierta agencialidad. Propongo sumar el nombre de Rodolfo Walsh a la lista de los que se han dejado permear por la materia húmeda y vibrante del humedal rozando la potencia de un enjambre de conexiones laberínticas. Entre 1966 y 1967, contratado por revistas gráficas de gran alcance mediático, Walsh viajó por el litoral argentino, zona intensamente atravesada por lo fluvial, sobre la que escribió una serie de crónicas. Para la tarea, el autor de Operación masacre, contó con grandes recursos. Trabajó en estrecha colaboración con fotoperiodistas de alto nivel profesional como Pablo Alonso. También incorporó el grabador, un dispositivo técnico que a mediados de los sesenta se acopló al cuerpo del periodista modificando definitivamente la condición aurática de la narración oral y torsionando la escritura hacia la dimensión performática

“Viaje al fondo de los fantasmas” es el relato de un viaje a los esteros correntinos. La crónica comienza publicitando el misterio de “un paisaje de almanaque, la apoteosis del Kodachrome” cuando sobre el Iberá todavía circulaban leyendas sobre serpientes de fuego, palometas devoradoras de hombres, fantasmas, mitos, espejismos y, particularmente, el imaginario de una selva tenebrosa y una vegetación amenazante. El relato apela a las convenciones literarias bajo un leit motiv que se repite: “Entrar es fácil, lo difícil es salir”,  tan próximo a Arturo Cova, el protagonista de La vorágine, paradigma insuperable de las novelas de la selva. Sin embargo, maestro del montaje narrativo, Walsh logra sortear el lugar común. La promesa de aventura transmuta en un proceso perceptivo que pone en juego cierta capacidad para evadir los límites de su propia cultura y,  por esta vía, establecer contacto con el espíritu de un lugar extraño que resiste a las fuerzas capitalistas de apropiación. La crónica se articula a partir de una serie de micro relatos que narran experiencias sensoriales a través de las cuales un paisaje inerte y cinematográfico se transforma en espacio donde acontecen una serie de encuentros imprevistos entre humanos y no humanos.  

El cronista realiza sus primeras vistas sobre el territorio a bordo de un Cessna. Desde la panorámica aérea, los esteros presentan formas abstractas y majestuosas: vegetación embalsada, flotante, camalotes gigantes, territorio inhabitado, sólo practicable por  cazadores nómades. La perspectiva cambia cuando el narrador “aterriza” en el embalsado y camina sobre un suelo incierto: “eso nos sostiene y se hunde al mismo tiempo, como un colchón de resortes. Su superficie exuda agua”. Allí conoce a Bernardino Díaz, un sorprendente gaucho sin caballo que es capaz de caminar a pie y descalzo hasta veinte días sobre el estero. Conmueve su método, producto de una mezcla compleja entre memoria, olvido y confusión en estrecha relación con el ambiente. Equivalente al gaucho rastreador de Sarmiento, Bernardino lo introduce en un modo alternativo de habitar el mundo: “Cada  mata, cada  árbol tiene para él un significado preciso […] de noche se guía por las estrellas […] y si no sabe dónde está, se tiende boca abajo, vacía la cabeza sobre el lecho de las plantas, sobre el junco que también es su cama para que se produzca el milagro de la orientación”.

La narración trabaja a través de pistas y alusiones sesgadas, pequeños detalles que se van yuxtaponiendo como los juncos, las ramas y el barro que conforman la territorialidad inestable de los embalsados. Sin el hilo de una fábula ni la historia de un personaje principal a quien seguir, la crónica suma pequeños detalles, acontecimientos nimios, amague de acciones, breves diálogos, testimonios fugaces, voces apenas audibles, micro relatos sobre mitos populares.
Así, el enigma se va aclarando. Del estero es difícil salir porque el territorio seduce al tiempo que adquiere agencia resistiendo a los intrusos: la canoa se hunde, la cámara se cae al agua malogrando las fotos, otra lengua -el guaraní- interfiere la comunicación. El tiempo cronometrado de los relojes y del calendario es erosionado por el ritmo que impone el agua, impredecible, ingobernable, insondable. El enigma es territorial: en el estero la cartografía resulta inútil. Hay que saber leer en las plantas, entrar en relación perceptiva con el ambiente para poder orientarse correctamente. 

Detengámonos en dos episodios en los que aparecen formas diversas de percibir el mundo: la de los baquianos, gente de adentro (Floriseldo Varbona y Antonio) y la de los gringos, los extranjeros (el Mayor, Peco, el fotógrafo Barabino y el cronista narrador). Roces nimios escenifican soterradas desconfianzas y modos de resistencia y negociación que establecen una relación tensa, amenazada por el desencuentro.

Los tres primeros fragmentos que funcionan como introducción, están  dedicados a narrar el episodio del naufragio. Articulado a partir de un flash back (lo narrado al comienzo sucede cinco días después del inicio del viaje) presenta a los personajes y sintetiza, algo en broma, algo en serio, la compleja relación entre el adentro y el afuera, la condición esquiva de un territorio en donde las acciones son determinadas por el ritmo vital del paisaje. O tal vez, mejor sería decir, por la agencia de las cosas, la materia vibrante según Jane Bennett, que se activa para resistir  la captura. Detrás de la escena, está la sombra de Quiroga, el inventor de un paisaje donde los yacarés son capaces de desplegar estrategias defensivas y establecer alianzas con el agua frente a los depredadores de la ciudad para evitar la salida de las balas de un rifle como el que portaba el Mayor en la expedición de Walsh.

La broma pintaba divertida: aprovechando la salida de los dos baquianos junto al fotógrafo en el bote chico; el Mayor, Peco y el cronista deciden “robar” la canoa grande con la intención de cazar un yacaré. La aventura de los inexpertos se frustra por una filtración de agua a través de un rumbo en la proa de la nave. Sin comentarios ni reproches, la narración evita la lección o la moraleja. Solo el gesto divertido de Varbona que delata la pequeña guerra no declarada, “el punzante duelo” que venía sosteniendo con los forasteros y sus tecnologías de captura: el Mauser infalible del Mayor, la cámara invasora del fotógrafo, el grabador sospechoso del cronista que insiste con el cotejo y la pregunta curiosa. El castigo vino desde el estero mismo. Fue el agua que se infiltró en la canoa y en la cámara, fue el viento que no les permitió volver con rapidez, fue la arboleda de la isla que de pronto se escondió detrás de la terquedad del juncal haciendo fracasar la excursión furtiva de los gringos  entrometidos.

El episodio deriva hacia una imagen luminosa sobre un territorio esquivo. En una especie de trance, el cronista cae en el fondo mismo del estero. En el estero, la investigación no necesita del relato de los hechos sino de la materia pegajosa del sueño: “un nuevo paisaje, laberíntico, arrasador, angélico en la tersura de sus flores y el cristal de sus aguas, demoníaco en el irresistible crecimiento de raíces, hojas, espinas, púas, dientes, había entrado para siempre en la materia de mi sueño. Por ahí tengo un camino siempre abierto al Iberá". La enumeración caótica de aliento vanguardista activa la presencia de la imagen allí donde menos se la esperaba. El humedal trabaja el sueño del cronista y le presenta una vía de conexión con una materia hostil y seductora, demoníaca al tiempo que irresistible.

Humedales: Ambientes tan singulares como pajonales, vegas, mallines, ciénagas, cochas, salinas, bosques de ribera, lagunas, praderas inundables, esteros, guajosales, malezales, tembladerales, bañados, cañadas, arroyos, marismas costeras, turberas, entre muchos otros que resultaban ser ecosistemas marginales, accidentes en las tierras productivas... Hacia el noreste, en el valle aluvial del Paraná y su delta, en Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires, en los paisajes de esteros correntinos y en la alternancia de ríos e interfluvios que tributan al Río Paraguay en Chaco y Formosa, los paisajes se extienden como mosaicos de humedales sin solución de continuidad. La gente, desarrolla su vida en (dentro de) los humedales propiamente dichos. Son territorios de difícil acceso, donde los pulsos de alternancia de inundación o anegamiento y seca marcan el ritmo vital del paisaje. Aquí la producción históricamente estaba diversificada, con una variedad muy grande de actividades acopladas a esos ritmos naturales y vinculadas a emprendimientos de escala local y a veces, familiar: la pesca artesanal, la recolección de frutas o juncos y la ganadería de islas.  (Patricia Kandus  2023)

El relato de Rodolfo Walsh presenta una trama anfibológica: promete una aventura que finalmente se disuelve en la borgeana bifurcación de posibles narrativos. Por un lado, desde la cerrada espesura vegetal, surge la posibilidad de otra forma de vida enlazada a la magia de un territorio donde sus habitantes poseen vasos comunicantes con la vida-materia. Por este camino, el relato ingresa a un espacio y un tiempo que altera por completo el modo antrópico de ver y de percibir el mundo para introducirnos hacia una sensibilidad distinta. Por el otro, ofrece una sintética e irónica lista de datos: el Iberá en cifras, cálculos y probabilidades de desarrollo, probablemente destinados a los “ejecutivos” lectores de las revistas ilustradas de la década del sesenta. Para el desarrollismo, el Iberá es un obstáculo, una tierra montaraz que se resiste a la infraestructura de las comunicaciones, masa vegetal refractaria al progreso, un amasijo de barro y vegetación que se podría eliminar mediante un proceso de disecado (recordemos la ingeniería de siglos aplicada en la eliminación del Lago de Texcoco que rodeaba a la ciudad de México) o, al revés, convirtiéndola en un vasto lago sin islas ni embalsados, entre otros proyectos que por la época amenazaban su existencia.El relato concluye con una frase lapidaria: “En resumen, el Iberá es uno de nuestros más vastos desiertos”. ¿Cómo leer este final? ¿Qué sentido  habría que otorgarle a la oración con la que Walsh decide cerrar la nota? Certera y sin rodeos, en la palabra “desierto” retorna la larga historia de apropiación territorial del Estado nación argentino y su posterior distribución desigual, mejor sería decir, des-distribución de la tierra. Es el modo, harto conocido, en el que el capitalismo extractivista y apropiador arrasó y sigue arrasando con la biodiversidad de los ecosistemas.


Referencias

  • Andermann, Jens. Tierras en trance. Arte y naturaleza después del paisaje. Santiago: Metales pesados, 2018.

  • Bennett, Jane. Materia vibrante. Una ecología política de las cosas. Buenos Aires: Caja Negra, 2022. 

  • Kandus, Patricia. “Desde los humedales”. Anfibia 30/09/22.  https://www.revistaanfibia.com/desde-los-humedales/

  • Santiago, Silviano. “Una literatura anfibia”. Cuadernos de Literatura 21.41 (2017): 213-222. https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl21-41.lian

  • Walsh, Rodolfo. “Viaje al fondo de los fantasmas”. Arlt, Roberto y Walsh, Rodolfo. El país del río. Aguafuertes y crónicas. Paraná y Santa Fe: UNER / UNL, 2016. 169 - 183.


Mónica Bernabé es Doctora en Letras por la UBA, investigadora del Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (IECH; UNR - CONICET) donde dirige el grupo de investigación: Archivo y región. Estudios transdisciplinarios del impulso archivístico en la literatura y el arte del litoral.

Eduardo Bodiño es Licenciado en Administración de Empresas por la UNR. Desde 2014 participa en proyectos de fotoperiodismo. Fotografía del río Paraná y sus islas. Hizo un relevamiento aéreo del humedal y sus incendios. Mostró fotos en el CCK y en distintos medios de prensa.


Para citar: Bernabé, Mónica & Eduardo Bodiño. “Rodolfo Walsh en el humedal: narrar un territorio anfibio.” Signatura, vol. 3, julio 15, 2024 URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/071524-v3-bernabe-bodino

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