Cuerpos de barro, cuerpos excavados

Por: Jose Gabriel Dávila Romero

Fecha de publicación: Julio 15, 2024.

Dr. Alexey Yakovlev. La Tolita/Tumaco. Ecuador, Quito, Casa del Alabado. 2018.


Tumaco es el nombre que ha elegido la arqueología para referirse a las figuras de cerámica encontradas en el litoral Pacífico colombiano durante cronologías que van desde el 325 a. C. hasta el 430 d. C., es decir, casi ochocientos años de habitación en la región más húmeda del continente [1]. Pero el estilo de cerámica Tumaco tiene un segundo nombre: La Tolita, que corresponde a toda la fase ecuatoriana en la provincia de Esmeraldas, y que lleva el nombre de la isla donde más se acumularon estas piezas arqueológicas. 

A causa del vaivén oceánico de la zona intermareal y las crecientes ribereñas que traen los aguaceros, muchos de estos objetos cerámicos terminaron en la franja de manglares, sembrados entre los bosques de sedimentos depositados por el río Santiago. La Tolita es una isla separada del Ecuador continental por una serie de canales y esteros laberínticos e intrincados para los bogas. Esta zona de bosques de manglar comprende el noroccidente de Esmeraldas en Ecuador y el sur de Nariño en Colombia. Pero poco a poco está dejando de existir como bosque. 

La explotación maderera empezó el desmontaje de este paisaje a inicios del siglo XX. La tala de cedros, laureles y de guayacanes fue abriendo poco a poco una calva inmensa. Hoy en día, inmensas selvas han sido deforestadas para convertirse en húmedos pastizales que tratan de saciar las reses de la vaquería. Ya desde la década de los noventa, el auge de la industria camaronera había llevado a la tala sistemática de una buena parte del manglar que abrigaba la orilla del río Santiago para despejar inmensas piscinas [2]. Esto ha llevado a la destrucción de varios lugares arqueológicos, revolcando la arena, despedazando las piezas que allí se albergan. En La Tolita aún es posible ver canecas enormes repletas de cerámicas trituradas por las mandíbulas de las máquinas, azadones y palas.

Desde el siglo XVII la región del Pacífico ha sido una de las principales fuentes para la extracción de madera comercial, Tumaco en particular ha sido un sitio clave de acopio maderero y, en otra época, también de tagua. En la actualidad, San Andrés Tumaco y Buenaventura constituyen todavía el epicentro de la extracción, acopio y comercialización de madera en el Pacífico —a lo que se suma el oro y la coca—. Son así, centros extractivos a nivel global.

En 1923 la isla La Tolita era una hacienda aurífera en manos de la familia Yannuzzelli, que saqueó industrialmente las guacas indígenas repletas de pectorales, máscaras, pendientes y toda moda precolombina hecha en oro y mezclada con platino, un metal aún más precioso y difícil de controlar [3]. Valiéndose de la mano de obra de las familias desplazadas, la explotación de oro tomó proporciones mineras casi industriales. Un cálculo de inicios de los años cuarenta asegura que extraían ocho carretillas diarias de material arqueológico por trabajador: “para 24 hombres tendremos que 192 carretillas llenas de tierra, de cascos de alfarería, y otros restos culturales son arrancadas de las ruinas y arrojadas en la máquina de lavar” [4]. La cantidad desconcertante de alfarería Tumaco-La Tolita sepultada entorpecía la búsqueda de tesoros auríferos, problema que astutamente resolvieron con la instalación de una machacadora que trituraba vasijas, figurinas, alcarrazas, platos, y todos los tipos de cerámica posibles, reduciéndolos a guijarros. En algunas casas de La Tolita  hoy se encuentran arrumes con cabezas, brazos y piernas de figuritas Tumaco: escombreras de cuerpos de barro. En la época de Yannuzzelli, los capataces llegaron al punto de empujar vagonetas Decauville cargadas con cascotes de cerámica extraídas de los estratos del suelo por las carrileras que surcaban la isla; 960 carretillas con figuras de cerámica y amuletos de oro mezclado con tierra eran extraídas de La Tolita cada semana [5].

Este tipo de explotación persistió hasta bien entrada la década de los cuarenta, cuando una denuncia pública llamó la atención de la Academia Nacional de Historia de Ecuador y del Ministerio de Minas, que se llenaron de interés por proteger el famoso ‘yacimiento’ de oro. En aquella época no estaba claro si semejante ‘El Dorado’ era de naturaleza geológica o, si más bien, era un paisaje estrictamente arqueológico… ciento por ciento guaca. En 1941 el geólogo Jorge A. Ribadeneira viajó hasta allá con la misión de informar al gobierno si “la población prehistórica de La Tolita” era realmente ‘un placer aurífero’ -una mina-, como decía Donato Yannuzzelli, o si el oro que de allí se extraía era antrópico, enterrado por los indios, y por ende “pertenece a la categoría de tesoros ocultos”12. Después de estudiar la isla, Ribadeneira concluyó que el oro no es de placer aluvial, porque no existía yacimiento aurífero primario, ni formaciones aluviales. El delito era claro: el oro se trajo en tiempos prehispánicos desde fuentes auríferas al norte y al interior, por lo que Yannuzzelli pasaba de ser un empresario de minas a un profanador de tumbas. 

Ribadeneira mismo viajó con el fin de atestiguar el trabajo de extracción que realizaba el señor Yanuzzelli argumentando que no se trataba de una actividad minera normal sino de un saqueo a la Nación. Comprobó que no era posible hablar de una concesión minera para extraer recursos naturales del suelo porque el oro de los ornamentos y joyas ya había sido extraído y llevado hasta allí por humanos del pasado, como las abejas llevan el polen a su colonia para transformarlo en miel. No obstante, estos objetos fueron posteriormente saqueados y llevados a las capitales del siglo XX como parte de colecciones o, en la mayoría de casos, para ser fundidos en lingotes.

Hay, desde este punto de vista, una estrecha tensión entre los discursos nacionales y la extracción arqueológica: las excavaciones de piezas precolombinas fueron de todas formas necesarias para acelerar el desarrollo ideológico del proyecto estatal y así crear un ‘pasado’ monumental que pudiera alojarse en los museos para aumentar la legitimidad nacional. Siguiendo la idea de un imperativo extractivo en el cual negarse a la extracción de energías fósiles sería una postura anti-desarrollista de la nación, este también aplica para el material arqueológico, destinado a subsanar demandas patrimoniales de museos e instituciones culturales. Muchas veces las instituciones culturales han diseñado escenarios genéricos en que los objetos precolombinos no tienen relaciones con los ecosistemas donde son hallados, cayendo así en un fetichismo que no tiene en cuenta las relaciones humanas y minerales que producen estos objetos. Como efecto secundario, esta posición los convierte en patrimonio transable en mercancías: “Cuando las estatuas mueren, se vuelven arte. Esta botánica de la muerte es lo que llamamos cultura”, como dicen Resnais y Marker en Las estatuas también mueren [6]. 

Como lo mencioné atrás, la mayoría de estas piezas de oro son de origen aluvial, mientras que las arcillas son de origen sedimentario, pues, las pastas cerámicas se componen de material ígneo erosionado junto a seres animales y vegetales carbonizados, pedazos silíceos de microfauna marina que se cementan lentamente por la gravedad. De modo que surge la pregunta, ¿son o no las cerámicas objetos inorgánicos?

Concluir que las figuras cerámicas no están vinculadas orgánicamente al paisaje es falso y solo reafirma la clásica división naturaleza/cultura que legitima la actividad extractiva como inofensiva, desnaturalizado de paso los objetos arqueológicos. En relación con la rancia idea de ‘lo civilizado’, la extracción de piezas Tumaco se ha visto como un rescate de vestigios humanos naufragados en medio de lo inhumano. Pero el manglar no es un pozo que acumula, sino un espacio de fluctuación y mixtura. Un espacio anfibio en el que bosque, río y mar facilitan el intercambio de material de distintas composiciones y temporalidades. La configuración particular del manglar permite hablar de una membrana de intercambio transhistórica entre diferentes especies y fenómenos en esta sección del litoral Pacífico.

El manglar, como los ríos, son un archivo. En palabras de Lisa Blackmore, “un lugar de disputa y encuentro en cuyos sedimentos y testimonios el arte vuelve a la superficie, enfrentándonos con conflictos e historias que han permanecido sumergidos” [7]. Sandra Rozental, en su texto sobre las estelas arqueológicas mayas del río Usumacinta [8] propone la idea de río como “ente que esconde, que resguarda, que corroe, que insiste en mantener las cosas ocultas, que al menos no permite ver, ni registrarlas del todo”[9].

A diferencia de las ideas deposicionales de Schiffer, canónicas en teoría arqueológica, la idea de ensamblaje [10] integra los sedimentos de origen no humano dentro del contexto arqueológico histórico —humano—, lo que resulta más coherente con una idea sinérgica del paisaje. Las personas y sus restos no están confinadas biológicamente, sino que se crean relacionalmente en el paisaje a medida que se mezclan con otras materialidades y objetos con los que hubo una relación consciente  (las figurinas y otros objetos como huesos animales y ajuares de metal) o accidental (el material volcánico, sedimentario, o incluso con seres vivos como bacterias y hongos). 

Hoy estas figurinas fragmentadas de ‘los indios Tuma’, como los llaman algunas comunidades afro, son como los NN: cuerpos que siguen el curso de las corrientes y que son sacados del agua por otras comunidades. Hilda, una líder social tumaqueña dedicada al tema de la desaparición forzada y buscadora incansable, me contó cómo su abuelo también encontraba piezas precolombinas de cerámica en las fincas cercanas al municipio de Tumaco. Hablando sobre la similitud entre encontrar cuerpos de figurinas cerámicas y aquellos de víctimas de violencias extremas en las inmediaciones de Tumaco, Hilda me dijo: “es que son como desaparecidos”, porque son cuerpos sin nombre, ni se sabe de dónde vienen, son NN. Los aserraderos y las dragas no solo hacen trizas el material cerámico, sino que también fragmentan la comunidad ambiental y étnica. Como argumenta María Ordoñez, en Colombia la desaparición ocurre “en una compleja ecología de lo humano y lo no-humano, lo deshecho, y los desechos” [11]. Los ríos son paisajes donde circulan los cuerpos vertidos en cuencas, botaderos, escombreras, zonas de excedentes configuradas como paisajes extractivos.

Estas piezas aportan su temporalidad humana-sedimentaria a la tensión entre cultura y naturaleza. Las cerámicas se convierten en una instancia de ‘nuestra’ historia humana al tiempo que constituyen un evento estratigráfico que configura el manglar. 

Eupalinos, o el arquitecto es un diálogo escrito por el poeta Paul Valéry que cuenta como Sócrates encuentra un día una caracola a la orilla del mar, llamandola ‘el objeto ambiguo’: “La tomé; soplé sobre ella, y su forma singular detuvo todos mis otros pensamientos. ¿Quién te ha hecho? No te pareces a nada y sin embargo no eres informe. ¿Eres el juego de la naturaleza, privada de nombre, y llegada a mí, por los dioses, en medio de las inmundicias que el mar ha repudiado esta noche?” [12]. Estas figurinas Tumaco también son objetos ambiguos porque son formas humanas moldeadas por humanos, a la vez que son objetos no humanos que han adquirido las trazas de procesos ambientales milenarios; ambos procesos se coagulan en una materialidad híbrida, casi monstruosa, pues nos recuerda la grieta que nos desmorona cuando despedazamos nuestros cuerpos de agua.


Notas

[1] Diógenes Patiño, “Sociedades Tumaco-La Tolita: Costa Pacífica de Colombia y Ecuador”, en Boletín de Arqueología. Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales. Año 7, enero 1992. N. 1. 24.

[2] Ibidem

[3]  Miguel Ángel Rivera Fellner, Testimonio de Identidad y patrimonio arqueológico. El caso de La Tolita Pampa de Oro (Ecuador) (Quito: FLACSO, 2012).

[4] Ibidem.

[5]  Ferdon y Maxwell, 1941; citados por Rivera Fellner en Testimonio de Identidad.

[6]  Les statues meurent aussi (1953), dirigida por Alain Resnais, Chirs Marker y Ghislain Cloquet.

[7]  Lisa Blackmore, “entre—ríos del páramo a la represa” (Bucaramanga: University of Essex, 2019). 

[8]  Sandra Rozental, Las estelas del río. https://entre-rios.net/estelas-del-rio-3/ 

[9]  Ibidem.

[10]  Rosemary A. Joyce, “Archaeological Assemblages and Practices of Deposition”, en The Oxford Handbook of Material Culture Studies (UK: Oxford, 2012).

[11]  María Ordóñez, “Cuerpos en trance. Paisaje, transición y desaparición en Colombia”, en Papeles del CEIC, vol. 2020/1, papel 227, 2020. 7.

[12]  Paul Valéry, “Eupalinos, o el arquitecto” en El alma y la danza (Madrid: Visór, 2001), 49. 


Jose Gabriel Dávila (Bogotá, 1996). Investigador con interés en antropología corporal, semiosis y cultura material. Estudiante del PhD en Estudios amazónicos de la Universidad Nacional de Colombia. Becario del seminario “The Amazon Basin as Connecting Borderland" de la Fundación Getty. Su último libro publicado es el poemario Piel tumbaga (Atarraya, 2022).


Para citar: Dávila, Jose Gabriel. “Cuerpos de barro, cuerpos excavados.” Signatura, vol. 3, julio 15, 2024 URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/071524-v3-davila

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