A vos
Por: Nathalia Martínez Garzón
Fecha de publicación: Julio 15, 2024.
A vos:
Te escribo esta carta mientras atravieso las montañas; Bolivia me recordó mucho a Colombia. Creo que empezar el viaje por el norte de Argentina y pasar hacia allá me trajo muchos aires de mi país. Me hizo llorarlo, perdonarlo, no sé, fue como empezar a olfatearlo por medio de las montañas.
Ahora siento que una tiene que recorrer los Andes para sanar y abarcar esa inmensa raíz que nos sostiene. Siento tristeza por los cóndores de Colombia, pero ahora los siento más. Bolivia tiene unas montañas rocosas y verdes, las que conozco de la Argentina son casi todas de piedra, una piedra imponente y sabia, en Colombia son verdes; alguien me decía que siempre aparecen nuevos verdes en esas montañas tropicales, espero que mi ojo aprenda de verdes al volver. Creo que las montañas en Colombia son las más jóvenes de la cordillera, además las montañas siempre crecen, me enternece esta posibilidad. Antes de perderme en los senderos del norte, regreso a las montañas de Bolivia. Que son como un tránsito, un abrazo entre la vitalidad del verde y la sabiduría de la piedra. Son altas y abismales, casi incomprensibles, como Bolivia. Es difícil definir un estado plurinacional; es más, yo creo que es muy osado creer que unas cuantas palabras podrían llegar a definir a Bolivia o a algún territorio.
Pero sus montañas crecieron hacia el sol, son altas, abismales para el estómago, y amables para el frío. Es normal que las comunidades andinas tuvieran por deidad al Taita Sol, pues sus cerros querían acariciarlo al nacer. Hay una historia sobre los indios que eran esclavizados en las minas de Potosí. A ellos los dejaban días allí adentro, para cumplir con un monto de plata, y si no lo conseguían, los ataban de pies y les pegaban. Luego, heridos y asustados, los metían de nuevo a la mina a trabajar. Entraban de nuevo a morir. Tengo en mente esta historia, porque antes de sacarlos de la mina les vendaban los ojos, para que no vieran el camino y cuando salían y sentían el sol, se arrodillaban y le pedían al Taita que parara su sufrimiento. Casi ocho millones de indígenas fueron asesinados en el Cerro Rico de Potosí y cuando el genocidio no les bastó, trajeron a más hermanos esclavizados de distintas ciudades africanas. Muchos morían por enfermedades respiratorias, otros miles dentro de la mina y otros a manos de los colonos europeos. Los cuerpos que quedaban dentro de las minas se diluían con la acidificación del agua de los minerales, entonces la montaña está hecha de muertos. Yo me encomendé a la Pacha cuando entré, pero Andrés me dijo: es raro, yo ya no la sentía, era como si se hubiera ido. Al putas, al Tío hay en encomendarse para entrar.
Se cree que el Cerro Rico era un volcán que nunca se formó adecuadamente, por lo que todos los minerales quedaron atrapados en su interior. Ha sido explotado durante 500 años; sin embargo, hay partes de la montaña a las que ya no se puede acceder ni excavar más debido a su gran deterioro. De hecho, ha perdido casi 200 metros de altura. Es una montaña impresionante; verla conmueve profundamente, una sensación de frío recorre los ojos al intentar comprenderla; no es claro de qué color es, si está viva, agonizando, o simplemente es un cadáver reanimado por la dinamita. Pienso en el momento en que caiga, ¿cuántos años más permanecerá en pie? Planean seguir explotándola hasta que ya no sea posible. Es una tarea difícil porque las cadenas de la avaricia aún la atan; el ombligo de Potosí es el cerro, pero ese ombligo fue sembrado por la avaricia. Las comunidades indígenas nunca habitaron allí antes de la llegada de los españoles; fueron ellos quienes fundaron la ciudad. Las comunidades dejaron de ser agrícolas para convertirse en mineras. Por lo tanto, las personas de Potosí no pueden abandonar la minería; más de la mitad de la población depende de ella y cuando los países del norte global ofrecen buenos precios por los minerales en el mercado, todos en la ciudad vuelven a la mina.
¿Cuánto nos costará la cultura del confort? La historia de Potosí es solo una semilla más de la cultura del saqueo y la sobreexplotación. Hoy estamos cosechando esa necia siembra en canastos de huesos; nos encontramos tomando el sol en un campo minado y deformado que continúa produciendo cuerpos mutilados para mantener el resplandor de las ciudades. Ya no existen conventos llenos de jóvenes ricas entregadas a Dios para obtener el perdón de los pecados de sus familias; ya no hay vergüenza, todo es fílmico, mientras se firman contratos con multinacionales, observas los vídeos del genocidio en tu celular. Las siembras del horror continúan floreciendo, alimentando de crueldad nuestros cuerpos.
Potosí tiene unas veintitrés iglesias; querían hacer treinta y tres, como la edad de Jesús. Llegaron todas las congregaciones con sed de plata, adelante la Biblia y atrás la espada. Los museos, conventos e iglesias de la ciudad son abrumadoramente melancólicos. Las calles son tristes; parece que en todas partes hay fantasmas perdidos. Los gritos parecen hacer eco en la Casa de la Moneda de Potosí. Muchos negros murieron encerrados allí forjando hierro; nunca salían, vivían secuestrados en las calderas. Solo hay silencios al entrar a esas habitaciones; todavía escucho el relato neutral de la guía, que cuenta los martirios de esos cuerpos como si de cuentos se tratase. Las paredes están tristes y por las noches hay muchas almas que sufren. Los indígenas tenían una especie de horario laboral, una paga y, con suerte, morían sin ser mutilados por las máquinas de trabajo. Qué lugar tenebroso debió ser esta ciudad en el siglo XVI. Potosí creció sin ninguna planificación, pero tenía una clara división: hay un arco que delimitaba las casas de los indígenas y los españoles. Los indios podían pasar al lado español con permisos especiales; entonces les marcaban el cuello como al ganado para saber quiénes podían entrar.
Así que por todas partes hay historias tristes. Nos enteramos de los tours que ofrecen para entrar a la mina; las empresas lo venden como una actividad más, pero es entrar a un camposanto que sigue llenándose de muertos. Al año mueren 120 mineros. Decidimos entrar, conocer con el cuerpo y sentir la herida. Hay que hacer rituales para ingresar; él que permite la minería es el tío, es algo así como el diablo, el que cuida la mina. Toca ofrendarle cigarrillos, coca y alcohol etílico; los mineros toman el alcohol puro para encontrar minerales puros. Además, casi siempre van fumando para evitar el olor de la dinamita, que en Potosí es de libre venta.
Hay un podcast donde cuentan sobre esta entrada a la mina; me gustó mucho más la sensibilidad narrativa oral de la guía del podcast, porque nuestro guía era un hombre muy patriarcal y, la verdad, no tenía mucho cuidado en ese acto de transmisión oral. Lo cierto es que las mujeres nunca podían entrar a la mina, así que escuchar la narración de ella fue bastante poderoso. Actualmente, es peligroso para las mujeres ser mineras, por las violaciones que pueden ocurrir dentro. Es bastante sobrecogedor estar allí; estuvimos como dos horas recorriendo esos estrechos túneles. El altar al Tío está dentro de la mina; hay cómo doscientas minas y cada una tiene un Tío dentro.
Es un lugar bastante inverosímil; tuve miedo, aunque sentía que no nos iba a pasar nada, sabía que estábamos observando la muerte. Los mineros suelen estar borrachos dentro de la mina y a nuestro guía le daba miedo caminar solo; decía que se sentían por ahí. Luego nos contó una historia de sombras y luces en febrero, porque es el mes del Carnaval y por esos días el diablo anda suelto. Le dijeron que esas sombras y luces aparecen antes de que mueran los trabajadores, pues sus almas ya están allí; a los dos días murieron dos mineros. Historias por todas partes de espectros y sonidos están sosteniendo los túneles de las minas. Después de unos minutos, corriendo y pegándonos a la pared mientras pasábamos los carritos de los mineros, llegamos al altar del Tío; nos encomendamos, le ofrecimos coca, cigarros y alcohol, nuestros amigues tomaron etílico para completar bien el ritual. El encuentro con el Tío nos calmó. Luego de salir, solo sentíamos tristeza. Todos los días que sean hoy siento esa tristeza que me dejó la entrada a la mina. Siento que estoy escribiendo esta carta para no olvidar, como si todos en lo más profundo de nuestro ser supiéramos sobre Potosí, pero es un recuerdo que reside en las sombras y que preferimos no visitar. Todavía no he abarcado todo, pero es muy doloroso sentir lo que ha sido Potosí y saber que hoy es una de las ciudades más pobres de Bolivia. Igual, no sé cómo decirlo, pero parece que está mejorando. No sé hacia dónde ni cómo, pero muchos dicen que antes, hace veinte años, no había nada, hoy ya hay algo. Bueno, siempre ha habido algo; siempre ha estado la gente en pie, con cadenas, sepultadas o torturadas, pero siempre han estado ahí, celebrando por la vida que les da la Pacha.
Voy terminando esta carta con el cuerpo más tejido a Potosí. Tengo más historias en los pies de los días que estuve en esas altas montañas, donde la ciudad se eleva y sobrepasa los 4.000 metros sobre el nivel del mar. Pero me detengo aquí, con los recuerdos de sus calles que evocan la Bogotá lluviosa del centro. Siento mi casa en estas tierras; al comer en las plazas, al llorar bajo la fina lluvia que corta los huesos, veo a mis hermanos y reconozco las heridas que compartimos, hemos florecido en la misma cordillera. Espero que vengas a conocer el resto de nuestro hogar; hay muchos lugares para soñar, vos ya debes conocer sobre estos encuentros del espíritu. Empiezas a andar por acá y los sueños te bajan toditos. Me despido con nuevos dolores en el pecho, pero bueno, así somos: cóndores heridos que surfean los vientos de los Andes.
Te veo pronto en los sueños o en algún aleteo montañoso.
Nathalia
Nathalia Martínez Garzón. Estudió literatura en la Fundación Universidad Autónoma de Colombia. Ha publicado el cuento “Anyela” en la colección de cuentos del Incomodario y el poema “Corazón de cristal” en la revista digital Sinestesia. Coordinó el proyecto “Misivas: sueños de resistencia”, el cual fue respaldado por el Centro de Investigación y Creación de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes. Trabaja en espacios colaborativos que abordan fotografía, performance e instalación con enfoque en el bioarte, uso de tecnologías análogas y exploración de metodologías simbióticas que generen nuevas posibilidades con los materiales.
Para citar: Martínez Garzón, Nathalia. “A vos.” Signatura, vol. 3, julio 15, 2024, URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/071524-v3-martinez