Tierras de la luna: sueños con zonas de sacrificios

Por: Rike Bolte

Fecha de publicación: Agosto 01, 2024.

Rike Bolte. 2023


Hace casi 100 años, en medio de la atmósfera del Crack de 1929, Federico García Lorca  escribió su ciclo neoyorquino, dolorido ante un moloch materialista y mecánico en el que el Hudson “se emborracha con aceite” y donde ocurren sacrificios bajo el esquema matemático de multiplicaciones, divisiones y sumas. En la Nueva York lorquiana, brota y cae sangre animal para desembocar en ríos arrabaleros, y el alba de Big Apple deviene mentira: alba añico, alba agónica: catarata espiritual. Solamente en Cuba volvería en sí el poeta andaluz, pero no sin antes haber escrito en Nueva York también un guión de cine bajo el título de “Viaje a la luna”, como respuesta a la luna guillotina del Perro andaluz de Buñuel y Dalí, un modelo de luna disfórica y mortuoria. También en Poeta en Nueva York la luna es muerte. “[C]aeremos todos/en la última fiesta de los taladros”, dice entre las piezas que componen la obra, el poema “Oficina y denuncia”. Quien habla, se ve caer junto a millones de animales y flores maniatadas por el extractivismo perfumero. Toda esta “otra mitad” (que Lorca cita de la obra de Jacob Riis) habita Nueva York bajo “montes de cemento” y de cuerpo quebrado y oxidado, hasta que la instancia vocal se ofrece a que “las vacas estrujadas” la devoren. 

Poeta en Nueva York pinta una ruleta de sacrificios de minorías inmensas, en medio de un sistema en el que  se asoman los materiales de construcción de la nueva era, muchos de ellos metálicos. Irrumpe además un ejemplar milagroso, alabado ya en en la Antigüedad —a despecho de sus víctimas entre trabajadores textiles esclavizados en Eubea y Chipre—y en el Medioevo —mitologizado y animado en la creencia de que un gusano parecido al de la seda podría estar hilando fibra mineral—: el asbesto. También llamado, aunque confusamente, amianto, el asbesto ya en 1924 fue objeto de alertas médicas, cuando se diagnosticó una primera víctima (mujer y trabajadora) en Inglaterra. A partir de ahí, y pese a las alertas,  una industria antropofágica (para citar libremente a la periodista brasileña Eliane Brum) ha hecho estragos mediante la extracción y la elaboración del asbesto, manteniendo un comercio basado en la mineralogía de alto riesgo, cuyos productos en Nueva York se liberaron de manera catastrófica con el atentado a las Torres Gemelas en 2001. Con nine eleven, el asbesto invade el aire y, a través de él, muchos de los pulmones de quienes sobrevivieron el atentado para morir posteriormente de cáncer. Una de estas personas fue Marcy Borders, llamada  “Dust Lady”,  quien se hizo tristemente célebre por una foto que la mostraba enteramente cubierta de polvo. 

La palabra asbesto  designa todo un grupo de minerales de grandes cualidades, entre ellas su flexibilidad y refractariedad.  El tipo de asbesto más usado es el blanco (crisotilo), otrora denominado “fibra de oro” (gr. chrysós, 'oro'; tilos, 'fibra'), debido a su brillo dorado.  El crisótilo posee complejísimas estructuras cristalinas que resultan en finísimas fibras, largas e internamente huecas, dispuestas de forma cilíndrica. Estas fibras forman estructuras parecidas al fieltro (de ahí el nombre de “lino de montaña”). También el crisotilo pertenece a los minerales serpentina, o “piedras serpiente”, a saber, silicatos trioctaédricos estructurados en capas, algunos de los cuales tienden a tener un aspecto textil o casi animal, a  adoptar una forma esponjosa cuando se desgastan, a volverse acolchados, y así parecer peludos y suaves. Efectivamente, mirado en un atlas de mineralogía, el crisotilo llama a ser tocado (y hasta cepillado). Asunto fatal: extraído y manipulado, este material es altamente friable y movilizable, a la vez que impalpable e invisible, y una vez respirado, tiene efectos letales en cuerpos animales y hasta en plantas. La Organización Mundial de la Salud pronostica una pandemia de enfermedades asbestogénicas, principalmente cánceres, uno de ellos extremadamente agresivo, el mesotelioma. Por la gran latencia del efecto que tiene el asbesto en los tejidos (los síntomas pueden aparecer hasta 60 años después de la exposición), las víctimas de esta pandemia, según la OMS, empezarían a aparecer a partir del año 2020. Es decir, a un siglo de la inserción del material en el ciclo de los objetos celebrados en la Feria Mundial de Nueva York de 1939 (diez años después de la composición de Poeta en Nueva York, y tres años después del asesinato de Lorca en España). En la Feria se expuso la imponente figura de un hombre maravilla vestido con un overol de asbesto resistente al fuego que, visto desde hoy, refleja paradójicamente las figuras de los obreros de la desabestización en sus trajes de protección individual, indumentaria destinada a  proteger pulmones, piel y pelo del fallout de fibras. Aunque vale aclarar que no hay grado de exposición al asbesto sin riesgo.

Es este material celebrado en 1939 (aunque bajo sospecha desde 1924) que se asoma en la Nueva York de Lorca (bajo el nombre de “amianto”). Por ejemplo, en “El rey de Harlem”, complejísima pieza, en la que la sangre va, viene y vendrá “por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo” y canta el rey de Harlem “con su muchedumbre”, “para que los cocodrilos duerman en largas filas/bajo el amianto de la luna”. Otra entrada del asbesto se halla en “Nocturno del hueco  (II), que reza: “Yo./Mi hueco traspasado con las axilas rotas./Piel seca de uva neutra y amianto de madrugada”. La luna de asbesto (o de amianto), en Lorca es luna de muerte; quizás, se transparente en ella el material mezclado con cemento (fibro-cemento, o asbesto-cemento), en algún tanque de agua o techo de la metrópoli norteamericana.  Y la metáfora de la modernidad parecería migrar como el cartel de las empresas del asbesto (impune hasta hoy pese a la inmensa cifra de muertes que causó y sigue causando) si leemos  que en Donostia, San Sebastián, España, aún en 2018 se halla un vertedero de asbesto en próxima cercanía de deportivos y escuelas. Esta es la herencia de la antigua fábrica Toschi Ibérica, que contaminaba como tantísimas otras toda España con asbesto, y en cuyo terreno a finales de los años setenta un niño cayó al polvo tóxico – en un terreno apodado “tierras de la luna”. 

Cuento todo esto (que es una mínima parte de lo que investigo) porque al año de iniciar, en 2022, mi proyecto de investigación sobre la respiración en el Antropoceno, el impacto del asbesto industrializado y una respectiva poética de la contaminación, he empezado a soñar el asbesto de una manera quizás lorquiana. Mis sueños solían ser poco antropocéntricos, me atrevo a decir: casi no aparecían humanos, ni siquiera yo misma. Más bien abundaban espacios sin poblar, océanos, ballenas (durante una década, cada noche), para fundirse con los paisajes de mi infancia en Andalucía –tierra de Lorca–, o la Patagonia, que me llamó a mis 19 años a irme a trabajar a la Argentina. Tras mi labor de profesora universitaria en el Caribe colombiano entraron otros espacios, otros colores, sonidos, animales, cielos. Hasta que después de la pandemia del Covid-19 (que causó muchas muertes entre trabajadores afectados por la exposición del asbesto, es decir, entre personas con los pulmones invadidos por la fibra) le doy forma concreta a una sensación movida desde la experiencia que tuvo Alemania con el asbesto (que llovía de cielos rasos en universidades y otros espacios públicos), y la prohibición del material en los años noventa: que Colombia podría estar techada casi enteramente de asbesto. Sobre las orillas del río Magdalena, identifico la silueta de una planta sospechosa, y el portero del edificio en el que vivo, me confirma: Eternit. Nadie, ni en Ciencias Ambientales de la universidad en la que trabajo en aquel entonces, sabe si la fábrica aún trabaja con este material. Esto ocurre a un año de la muerte de Ana Cecilia Niño, luchadora contra el asbesto desde Bogotá, donde creció cerca del lugar de almacenamiento y fabricación de otra sucursal de esa misma empresa de origen europeo. La ley que prohíbe no solamente la minería (2019) sino ahora también la aplicación del asbesto (2021) en Colombia lleva su nombre. Mucho se podría contar de este proceso en Colombia, como del de otros países, por ejemplo Argentina (objeto central de mi investigación), donde trabajadores y trabajadoras del transporte público, en la red de metro (SUBTE) de Buenos Aires, se organizaron como “familia subterránea” para poner sus cuerpos a servicio del “pulmón de la ciudad” (como apodan la red de transporte bajo tierra). Ya varios de ellos murieron. El asbesto necesita de detectives (en Alemania existen inspectores clandestinos que identifican, aún décadas después de la prohibición, el material en productos importados, como los termos) y estos y estas trabajadores toman en serio cada posible huella que pueda llevar a confirmar cualquier sospecha: son agentes de la toxi-especulación. O el caso de Chile, donde en 2001, a pocos meses del atentado a Nueva York, Eduardo Segundo Miño Pérez, obrero víctima de asbestosis, se quema a lo bonzo frente al Palacio de la Moneda en Santiago. En una carta acusa a la empresa Pizarreño (y a su holding internacional) de no haber protegido a empleados y familiares del “veneno del asbesto”. Hoy un monolito en su memoria, situado en la plaza de Los Industriales de Maipú, recuerda la última frase de ese escrito. Eduardo Segundo Miño Pérez se sacrificó como la instancia vocal en el ciclo neoyorquino de Lorca, que, sin embargo entre un sinfín de objet trouvés deshumanizados, se dona a que lo devoren las vacas desanimadas. Surrealismo, diremos. Sin embargo, hoy, en medio de nuestros debates sobre el Antropoceno, el asbesto —inmaculadamente mineral— muchas veces no es tildado únicamente de “veneno” (como si el caso de esta violencia lenta no dependiera de ninguna empresa) sino que además es animado, hecho animal: un animal que asalta, asesina y que podría saltar de las ropas de los trabajadores del SUBTE de Buenos Aires a las de los inocentes transeúntes en una pausa para salir a respirar o tomar un mate. 

Entre la prensa, las publicidades de la industria de la descontaminación y los foros del pánico al asbesto en las redes sociales desaparece que el asbesto fue puesto en circulación por un cartel de empresas europeas, que antes de cubrir todo el planeta con una red de la contaminación mineral, fundaron en su propio continente zonas de sacrificio. Por ejemplo en medio del pintoresco paisaje mediterráneo de Cap Corse, conocido como “infierno blanco”, cerrado en 1965 pero desmontado recién en 2023. Yo me enteré de este lost place dos décadas después de haber atravesado la zona en bicicleta con una extraña sensación, de estar en un moloch con vistas al mar. Mi recuerdo –recuerdo-alarma, a la vez que luminoso y azul, azur –  ahora se asocia  con la noticia sobre los incontables vagones del metro de Nueva York contaminados de asbesto, que fueron arrojados al Atlántico. Y más tarde aún, tras la enorme latencia de mi lógica onírica, experimento cómo los paisajes de mis sueños se vuelven antropocénicos. Entiendo que pedazos de este viaje en bici se fusionan con los paisajes colombianos extraídos por mis sueños, paisajes ahora sí urbanos. Como este texto va, entre otras cosas, de lo detective, invito a buscar información sobre un proyecto pionero para Latinoamérica: en Cartagena de Indias, Colombia, se inició un mapeo de identificación de los techos de asbesto-cemento instalados entre la abundancia en una ciudad imán del turismo nacional e internacional. Las imágenes hiperespectrales que componen esta perspectiva inédita de Cartagena (que podría ser ahora objeto del dark tourism) se realizaron mediante sobrevuelos; es decir, mediante el tipo de aeroperspectiva que suelen tener mis sueños desde siempre y que siguen teniendo aún, mezclándose con agentes contaminantes (y con otra visión lorquiana: la de un cielo urbano bajo el cual vendría el amor –y no el asbesto–  a cubrir el tejado). 


Rike Bolte. Profesora de ciencias literarias y culturales, traductora y gestora cultural; cofundadora y comisaria del festival móvil de poesía latinoamericana «Latinale», Berlín. Durante seis años trabajó en el Caribe colombiano, como profesora de literatura latinoamericana, española y francófona, especialmente en las áreas de humanidades medioambientales y de escritura creativa. Su actual proyecto de investigación está dedicado a la poética de la contaminación. De próxima publicación: Existencias contaminadas: escenarios ecosistémicos del Antropoceno en América Latina (coedición con Hermann Doetsch, Benjamin Loy, Susanne Schlünder), De Gruyter. Publicación reciente sobre el asbesto: «Über die sichere Vermutung aus der Unterumwelt: Asbest». Triëdere. Essayismus als Lebensform 27 (Viena 2024), pp. 67-67. Su libro sobre el asbesto se encuentra en la fase de redacción final.


Para citar: Bolte, Rike. “Tierras de la luna: sueños con zonas de sacrificios.” Signatura, vol. 3, Agosto 01, 2024 URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/080124-v3-bolte

Anterior
Anterior

Emergencia sensible en un territorio contingente

Siguiente
Siguiente

Raspar coca: velocidad que impide el cuidado común